El gran Claudio Massonnat nos regala perlas de sabiduría, que queremos compartir.
Son sus "Cotidianos"
Les proponemos solazarse con éstos de 2013.
Que los disfruten.
Una advertencia previa, no es recomendable leer más de uno diario, por riesgo de indigestión, son como los libros esos de "un cuento para cada día".
Sería como ir al museo del Louvre y querer ver todos los cuadros... con uno ya tienes de sobra.
4 de enero de 2013
Te adoro porque me volviste
puta.
Dicho de otro modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de
la virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la
virginidad congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada
de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y
algo que había de ser desde entonces la razón de su vida: la convenció de que
uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier
causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre. El mérito
de ella fue tomarlo al pie de la letra."
Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera
23
de enero de 2013
Siempre.
Ésa es una palabra horrible. Me hace estremecer cuando la oigo. A las mujeres
les encanta utilizarla. Estropean todos los romances tratando de hacer que
duren para siempre. Es una palabra sin sentido, también. La única diferencia
entre un capricho y una pasión para toda la vida, es que que el capricho dura
un poco más.
Oscar Wilde
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28 de enero de 2013
Proyectos de futuro
Esta tarde soy rico
porque tengo
todo un cielo de plata para mí,
soy el dueño también de esta emoción
que es nostalgia a la vez de los días pasados
y una dulce alegría por haberlos vivido.
Cuanto ya me dejó me pertenece
transformado en tristeza, y lo que al fin intuyo
que no habré de alcanzar se ha convertido
en un grato caudal de conformismo.
Mi patrimonio aumenta a cada instante
con lo que voy perdiendo, porque el que vive pierde,
y perder significa haber tenido.
Ya no tengo ambiciones, pero tengo
un proyecto ambicioso como nunca lo tuve:
aprender a vivir sin ambición,
en paz al fin conmigo y con el mundo.
Vicente
Gallegos
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30 de enero de 2013
Salí
con una chica que no lee. Encontrala en medio de la mugre de un bar del bajo.
Encontrala en medio del humo, de la transpiración de los borrachos y de las
luces psicodélicas de un boliche de lujo. Donde sea que la encontrés, descubrila sonriendo y asegurate de que la
sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada.
Encandilala hablándole de trivialidades; usá las típicas frases de conquista y
reíte por dentro. Sacala a la calle cuando los bares y los boliches ya hayan
cerrado; ignorá la fatiga que sentís. Besala bajo la lluvia y dejá que la luz
tenue de un farol de la calle los ilumine, así como viste que pasa en las
películas. Hacele un comentario sobre el poco significado que tiene todo eso.
Llevátela a tu departamento y despachala luego de hacerle el amor. Curtítela.
Dejá que la especie de contrato que sin darte
cuenta creaste con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una
relación. Descubrí intereses y gustos comunes como las pastas o la música pop,
y construí un muro impenetrable alrededor de todo eso. Hacé del espacio común
un bastión sagrado y regresá a él cada vez que el aire se vuelva pesado o las
veladas se estiren demasiado. Hablale de cosas sin importancia y pensá poco.
Dejá que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponele que se mude a vivir
con vos y dejala que decore la casa. Peleate con ella por cosas insignificantes
como que la cortina de la ducha tiene que estar siempre cerrada para que no se
llene de moho. Dejá que pase un año sin que te des cuenta. Empezá a darte
cuenta.
Llegá a la conclusión de que probablemente
tendrían que casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu
vida. Invitala a cenar a un restaurante fashion
en Puerto Madero y asegurate de que tenga una linda vista. Pedile al mozo que
le traiga la copa de champán con el anillo adentro. Apenas se dé cuenta,
proponele matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad que puedas juntar.
No te preocupes si sentís que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho;
y si no sentís nada, tampoco te preocupes. Si hay aplausos, dejá que terminen.
Si llora, sonreí como si nunca hubieras estado tan feliz; y si no lo hace,
igual sonreí.
Dejá que sigan pasando los años sin que te des
cuenta. Armate una carrera en vez de conseguir un trabajo. Comprate una casa y
tené dos lindos hijos. Tratá de criarlos bien. Equivocate a menudo. Caé en una
aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufrí la
típica crisis de los cincuenta. Envejecé. Sorprendete por tu falta de logros.
En ocasiones sentite satisfecho, pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo.
Durante las caminatas que hagas, tené la sensación de que nunca vas volver, o
de que el viento puede llevarte. Contraé una enfermedad terminal. Morite, pero
solamente después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo
vibrar tu corazón con una pasión que tuviera sentido; que nadie va a contar la
historia de sus vidas, y que ella también va a morir arrepentida porque su
capacidad de amar nunca generó nada.
Hacé todas estas cosas, mierda, porque no hay nada
peor que una chica que lee. Hacelo, te digo, porque una vida en el purgatorio
es mejor que una en el infierno. Hacelo porque una chica que lee posee un
vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un
vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una
necesidad alcanzable, en vez de algo maravilloso pero ajeno a vos. Una chica
que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espeso e inerte
de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el
desespero del que la ama demasiado. Un vocabulario, carajo, que hace de mi
sofística vacía un truco berreta.
Hacelo porque la chica que lee entiende de
sintaxis. La literatura le enseñó que los momentos de ternura llegan en
intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y
exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de
decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las
pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la
mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los
hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo continuará, sin razón y
sin propósito, después de que ella haya hecho sus valijas y pronunciado un
adiós inseguro. Tiene claro que en su vida no voy a ser más que unos puntos
suspensivos y no una etapa; y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le
permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.
30 de enero de 2013
Parábola china.
Un
anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña
propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus
caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.
Sin
embargo el anciano replicó:
-¡Quién
sabe si eso ha sido una desgracia!
Y
hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una
manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo
felicitaron por su buena suerte.
Pero
el viejo de la montaña les dijo:
-¡Quién
sabe si eso ha sido un suceso afortunado!
Como
tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un
día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el
pésame, y nuevamente les replicó el viejo:
-¡Quién
sabe si eso ha sido una desgracia!
Al
año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas
Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar
su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se
lo llevaron.
Chunglang
sonreía.
Hermann
Hesse.
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3 de febrero de 2013
Salí con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la
importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos
picos del clímax; los siente en la piel. Tendrá paciencia en caso de que haya
pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la
chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda
en ellos, pues ya se ha despedido de miles de héroes con apenas una pizca de
tristeza.
No salgas con una chica que lee porque ella ha
aprendido a contar historias. Vos, con tu Joyce, con tu Nabokov, con tu Woolf;
vos en una biblioteca, o parada en la estación del subte, tal vez sentada en la
mesa de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Vos, la que me hizo la
vida tan difícil. La lectora ha desenredado la madeja de su vida y la ha
llenado de sentido. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada,
completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido.
Vos, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero yo soy débil
y te voy a fallar porque vos soñaste, como corresponde, con alguien mejor que
yo y no vas a aceptar la vida que te describí al inicio de este texto. No te
vas a resignar a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea
digna de ser contada. Por eso, andate de acá, chica que lee; tomate el
siguiente tren que te lleve al sur y llevate a tu Cortázar con vos. Te odio, de
verdad te odio.
20 de febrero de 2013
Decime vos
(Tango
contemporáneo en prosa)
Decime vos cómo puede ser que me haya
dejado.
No sé qué pasó, si hasta ayer
estaba todo bien.
No, no hablamos del tema, por eso te
digo.
Si no había nada que hablar.
Estábamos bien.
¿Vos sabés cómo la trataba yo? No le
hacía faltar nada.
Tenía la comida, la ropa para
empilcharse, lo que quería.
Yo le daba todo y eso que a mí no me
sobra, eh.
Pero a ella nunca le hice faltar
nada, no señor.
Te digo que no, que nos llevábamos
bárbaro. No nos peleábamos nunca.
Yo no le pedía nada de nada.
Salvo la cena lista a las nueve de la
noche, pero era lo menos que podía hacer ella, escuchame.
Lo mínimo: si hasta me daba la razón
cuando yo llegaba reventado del laburo
y la cena no estaba.
Dos gritos le pegaba y ya,
ella entendía que se había equivocado y salía disparada a cocinar.
Que no, no me dio ninguna señal. Me
hubiera dado cuenta. Fue así sin más:
hoy llegué y no estaba y me había
dejado la nota esa.
No, no te quiero contar qué dice la
nota. Para qué. No dice nada. Está loca.
Se volvió loca, eso pasa.
Pero oíme, viejo: nunca necesitó salir
a laburar,
¿sabés la suerte que es eso?
Una vez me vino con que había
conseguido un trabajo.
Le prohibí que lo agarrara, yo me
estaba ocupando de ella, qué iba a ir a laburar.
Eso que insistió. Me dijo que ella
quería, pero era mentira, hermano, era mentira.
Era porque le daba culpa no aportar plata a la casa.
Lo mismo con el estudio, quería
estudiar de noche.
Te parece a vos… una mujer,
sola por la calle de noche.
Cualquier cosa le podía pasar. Decí
que yo la cuidaba, si era por ella, hacía cualquiera.
Si le habré explicado cómo es la vida.
Mirá vos cómo me lo viene a pagar.
Yo haciendo todo por ella y ella…
Pero te digo que no eran discusiones.
Ella me comentaba estas ideas y yo le decía que no y listo.
Eso no es discutir.
Nada, la nota no dice nada, te digo.
Son tres palabras nomás.
Tres palabras sin importancia.
El sexo bien. No voy a hablar de eso
con vos.
No corresponde, pero bien. Yo mucho
no la jodía con eso.
Viste que a la esposa hay que tratarla
con respeto.
No es como la amante de uno, a
ésa sí, a ésa se le da para que tenga.
Encima se ve que hace como una semana
que no lava la ropa y no me
plancha una camisa. Qué me voy a poner
mañana, no sé.
Y dale con la nota.
¿Querés saber qué dice? “Me tenés harta”, eso dice.
Yo no entiendo nada, ¿harta de
qué?
Lo que te garanto es que esta conchuda
en su perra vida va a volver a
conseguir otro que la banque como yo.
Yo no lo puedo creer. Te juro. Qué
desagradecida.
No hay caso con las minas,
viejo. La que no es puta, está tocada.
Gabriela Cancellaro
22 de febrero de 2013
Si esa noche, por lo que sea, tus niveles de testosterona se encuentran más
elevados de lo normal, tu apetito sexual se verá incrementado. Seguro que
tendrás más predisposición a encontrar alguna aventura amorosa. Pero si no
tienes éxito, no te inquietes. La testosterona sube y baja rápidamente sin
mayores repercusiones y, al día siguiente, todo empieza de cero otra vez.
En caso de que
sí hayas tenido sexo satisfactorio con alguien, habrás notado el subidón de
dopamina, la hormona del placer. Si realmente ha sido bueno te habrá gustado
tanto que querrás repetirlo a casi toda costa. ¡Pero que la dopamina no te
engañe! En el fondo, a ella le da igual si vuelves con la misma pareja o no;
incluso te permite sentirte enamorada/o de dos personas a la vez. De acuerdo,
de acuerdo… si ha estado tan
bien, quizás hayan bajado un poco los niveles de serotonina, experimentarás un
estado de desorientación y pensarás que esa persona es especial, tiene algo. Empezarás a
enamorarte.
Quizás tras
varios picos de dopamina notes cierta sensación de adicción. Puedes relajarte y
disfrutarlo con tranquilidad: en este estadio la testosterona y la dopamina no
forman parte relevante de la historia. Desdecirse no sería traumático todavía.
Lo serio de verdad llega cuando la oxitocina aparece en escena. Tu cerebro la
segrega a grandes cantidades en cada orgasmo, y es la responsable del
sentimiento de apego, de unirte definitivamente a tu nueva pareja. Si hubiera
una hormona del amor, esta sería la oxitocina. Cuando están juntos, la
oxitocina les reduce el estrés y el miedo, mientras les aumenta la confianza,
la generosidad, la sensación de bienestar en cada abrazo. Es la esencia química
del afecto. Y lo más importante: hace que te sientas feliz cuando observas a tu
pareja feliz. Su satisfacción pasa a ser más importante que la tuya propia.
Ahora sí que puedes decir honestamente “te quiero”, en lugar del “te deseo”
propio de la etapa dominada por la dopamina.
De todas formas
no te confíes. Asegúrate de mantener los niveles de oxitocina altos a base de
orgasmos, para evitar que vayan decreciendo hasta perder el apego. Si esto les
ocurriera a los dos a la vez, tampoco sería tan grave. La tristeza de la
separación daría paso rápidamente a una sensación de alivio. Lo peligroso,
desdichado, insano, funesto, devastador sucede cuando, por cualquier motivo, la
relación se rompe mientras los niveles de oxitocina están al máximo. Entonces
la química cerebral se vuelve loca. La serotonina baja por los suelos: te
deprimes, te desesperas, pierdes la cordura, dudas constantemente de qué es
correcto y qué incorrecto, y aparece la ansiedad, la obsesión.
Te separas y de
repente tus neuronas encargadas del placer ya no segregan nada de dopamina.
Notas un síndrome de abstinencia brutal. Tu cerebro pide a gritos sinápticos
volver a ver a tu amor. No deberías hacerlo; sería un suicidio, hormonalmente
hablando. Recaerás como el alcohólico que en el momento de más debilidad piensa
“será sólo una copa”. Dale tiempo a tu química cerebral para que restablezca
sus niveles normales. Además, allí ya no hay amor verdadero. Bueno, quizás sí
lo hay, pero queda ofuscado por el deseo egoísta de sentirte mejor, de aliviar
tu propio sufrimiento. En esos momentos no estás pensando en qué es lo mejor
para él o ella.
“Quiero
continuar siento tu amiga/o” puede decir el que haya salido más o menos ileso
de la desdichada ruptura. Científicamente, esto es absurdo. Es como si
pretendieras curar al alcohólico diciéndole: “Debes dejar de beber. Pero puedes
continuar yendo a los mismos bares, no hace falta que tires las botellas de tu
casa, y dale un inocente beso al vino cada cierto tiempo”. Los neurocientíficos
expertos en adicciones saben que eso no lleva a ningún sitio. Si les hiciéramos
caso, la terapia del desamor incluiría borrar teléfonos, mails, y tirar fotos a
la basura, por muy doloroso que sea.
Según la neurociencia, esto
es lo que le ocurre a un cerebro enamorado. Nunca lo aceptaríamos como justificación
de nuestra situación individual, porque hay demasiadas excepciones y casos
particulares que se escapan a la lógica química. Pero de todas formas nos lo
creemos. Nos gusta que la ciencia nos dé su versión acerca de lo que nos pasa.
Pere Estupinya
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9 de marzo de 2013
Las últimas miradas.
El hombre mira a su alrededor. Entra en el
baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla,
el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del
toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír
el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño
francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de
pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que
reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta
corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus
compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los
cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En
una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como
siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de
espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con
un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son
rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a
punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas
enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras.
Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de
nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera
de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su
propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el
corazón.
Enrique Anderson Imbert.
16 de marzo de 2013
La tristeza.
El profe me ha dado una nota para mi madre.
La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he
puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la
mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el
supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la
mesilla, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos
que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada.
Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice
que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto.
Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el
lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está
encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al
principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”,
pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre
ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no
puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y
lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te
quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.
Rosario Barros.
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24 de marzo 2013
" Ligeros libertinajes sabáticos "
El señor Robertson sufría enormemente porque su esposa era lesbiana y amaba a
la señora Smith. La señora Smith también sufría porque se sentía culpable.
Al señor Robertson lo único que le gustaba realmente era exhibir su miembro y
jugar con él al billar.
Nadie se asombraba al contemplar el desmesurado miembro del señor Robertson. La
única persona que parecía preocupada al ver la polla desnuda del señor
Robertson era el señor Adams. El señor Adams se acercaba al señor Robertson, se
sacaba su propio miembro de los pantalones, lo comparaba con el del señor
Robertson y se echaba a llorar desconsoladamente.
La señora Adams nunca estaba allí para calmarlo.Todo el mundo sabía donde
estaba la señora Adams.
Cuando decidían ir en su busca, daban unas cuantas vueltas infructuosas por la
casa. El señor Adams lloraba cada vez más fuerte.
Todos sabían que sólo la señora Adams podía consolarlo.
Cuando hallaban a la señora Adams en el jardín, la viuda Peterson descubría que
había perdido a su canario.
Todos miraban hacia el escote de la viuda Peterson.
El espacio que separaba los dos senos prominentes de la viuda Peterson
ostentaba un doloroso vacío.
Entonces todos los invitados oían un trino procedente del interior de la señora
Adams y diez pares de ojos clavaban sus miradas en la señora Adams.
La señora Adams se sacaba un canario del interior de su vulva, lo entregaba a
su propietaria y corría arrepentida a consolar al señor Adams. El señor Adams
aceptaba sus mimos. El señor Adams olvidaba la polla del señor Robertson.
El señor Robertson olvidaba el tamaño de la suya, corría un tupido velo sobre
la homosexualidad de su esposa, la abrazaba ardientemente y se despedía del
resto de los invitados y del señor y la señora Johnson.
Todos empezaban a olvidarlo absolutamente todo, y el señor y la señora Johnson
recibían orgullosos los agradecidos comentarios de sus invitados acerca de lo
deliciosa que había sido la fiesta.
Mercedes Abad
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29 de marzo 2013
El coño de las momias
Forrest Madison, el célebre
egiptólogo, me cuenta sus idilios con Nefertiti, mientras le pongo la camisa de
fuerza. Llevo muchos años trabajando de enfermero en este manicomio,
repartiendo hostias a esos locos furiosos que se me quieren subir a las barbas,
o dándoles palmaditas de ánimo a esos otros locos dóciles que me creen una
especie de dios, pero nunca me había topado con un caso de tan disparatada
locura.
Forrest Madison, el célebre
egiptólogo, se ha tragado toda la arena de los desiertos de Egipto; semejante
empacho ha debido, sin duda, obturarle el raciocinio. Forrest Madison se cubre
la cabeza con un sombrero salacot, y viste con chaqueta de lino y pantalón
caqui, como un egiptólogo de tebeo. Jura y perjura haber mantenido relaciones
carnales con la momia de Nefertiti (o Nefertari, no estoy muy versado en
dinastías egipcias), a la que descubrió en una especie de mausoleo o mastaba,
próximo a la presa de Asuán. La momia de Nefertiti (recojo por escrito las
confidencias de Forrest Madison) se hallaba en buen estado de conservación,
bien abrigada de vendas y bálsamos, con las manos entrelazadas a la altura del
pecho y las piernas juntitas. La momia de Nefertari, cuya belleza triunfaba
sobre la erosión de los siglos y el acarreo de arenas, reposaba en un sarcófago
antropomorfo con incrustaciones de lapislázuli e inscripciones jeroglíficas que
detallaban su ascendencia. La momia de Nefertiti, una vez apartadas las vendas
y espolvoreada de DDT (en las tumbas egipcias hay polillas y piojos y
cucarachas), se mostró bellísima y con un cutis que para sí quisieran muchas
quinceañeras. Increíblemente, tenía todas las vísceras intactas (también el
hígado, que se corrompe con facilidad, y el intestino grueso), en contra de lo
que ocurre con el común de las momias. Forrest Madison sostiene que este
sistema de embalsamamiento, desconocido hasta entonces para los egiptólogos,
pudo ser introducido por inteligencias cósmicas, bien mediante magisterio
físico, bien mediante instrucciones emitidas desde otra galaxia. Este sistema
de momificación, aparte de otras ventajas sobre el tradicional, mantiene la
secreción de las glándulas salivales y preserva la humedad de los labios, tanto
los de la boca como los del coño. El coño de Nefertari tenía unas excoriaciones
típicas de la mujer violada después de muerta (los sacerdotes egipcios, que
hacían promesa de celibato, llegaron a desarrollar una curiosa fijación necrófila).
Forrest Madison, que, aunque no había
hecho promesa de celibato, llevaba varios meses sin jalarse un rosco,
aprovechaba esas horas de cansancio irremisible que preceden al amanecer,
cuando sus ayudantes caían derrengados, para fornicar con la momia de
Nefertiti. El coño de la momia, me cuenta Forrest Madison, era crujiente como
un hojaldre, y había que penetrarlo con delicadeza, para que no se desmoronase.
Pese a que los primeros coitos resultaron un tanto abruptos (las paredes de la
vagina raspaban como un estropajo), Forrest Madison fue perfeccionando su
técnica, hasta obtener unos rendimientos aceptables.
El coño de la momia, convenientemente
lubricado de aceite o esperma, parecía esponjarse y abrir sus compuertas.
Forrest Madison, el célebre egiptólogo, se tendía sobre la momia, o se hacía un
huequecito dentro del sarcófago, aquel tálamo mortuorio, y se beneficiaba a la
difunta Nefertari a pesar de los milenios que los separaban (la momia no
jadeaba, por supuesto, pero sustituía los jadeos por crujiditos), como quien se
come un solomillo de mamut congelado. El coño de la momia, por cierto, estaba
circunciso (quizá los sacerdotes le hubiesen extirpado el clíroris porque así
lo ordenase el ritual), de modo que Nefertiti no creo que disfrutase mucho,
suponiendo que el placer trascienda las barreras temporales.
Forrest Madison, el célebre
egiptólogo, me cuenta esta historia inverosímil con una seriedad llena de
pausas y carraspeos. No sé si pegarle un par de hostias, aprovechando que nadie
me ve.
Juan Manuel de Prada
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18
de abril 2013
Estás viendo al mundo pasar
ahí sentado
en tu superpullman de ansiedad
butaca reclinable
con apoyabrazos
fila 4 asiento 18
pasillo
Estás apagado,
sos un fernet
con coca light,
no te levantan el ánimo
ni con dos poleas,
la marea de tu cuarto
te está ahogando.
Vas y venís,
fade in-fade out,
parado al costado de la ruta
con las balizas puestas
haciendo dedo
para que alguien
te suba
y te lleve
a la estación de servicio
más cercana
a cargar nafta
y optimismo
Sos más inestable
que el Windows,
siempre tropezás
con la misma cáscara de banana,
ya tenés los pitucones gastados
de tantas caídas,
ya hiciste tu rutina
frente al público,
tu varieté de bajones,
ya imprimiste
una resma de mambitos A4.
Tenés que escapar
de tu Alcatraz mental,
cargar tu valija
con 2 o 3 veranos
y dar la vuelta al mundo
en 80 discos.
Tenés que meter
todos tus dramas
en la Moulinex,
encenderla
y comértelos
de a pedacitos.
Date cuenta que estás vivo
que ese torrente rojo
que te corre por las venas
no es daikiri de frutilla.
Empezá fijándote
en las cosas chiquitas
que hay a tu alrededor,
los detalles son deliciosos,
no te olvides:
que el bosque
no te tape el árbol.
Nicolás Igarzábal
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30
de mayo 2013
El
diario a diario
Un señor toma el tranvía
después de comprar el diario y ponérselo bajo el brazo.
Media hora más tarde desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo.
Pero ya no es el mismo
diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco
de plaza.
Apenas queda solo en el
banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta
que un muchacho lo ve, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas
impresas.
Apenas queda solo en el
banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta
que una anciana lo encuentra, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas
impresas. Luego se lo lleva a su casa y en el camino lo usa para empaquetar
medio kilo de acelgas, que es para lo que sirven los diarios después de estas
excitantes metamorfosis.
Julio Cortázar